No saben "gobernar"


No saben gobernar.

  Lo dicen, y lo repiten, una y mil veces, las que sean necesarias, con la esperanza no del todo infundada de que su mentira se convierta en verdad a base de aguijonear con ella la mente del rebaño. No es la primera vez que lo hacen, por supuesto. Repitiendo mentiras como un mantra han logrado que licenciados mileuristas que se alimentan de bocatas de mortadela crean que han vivido por encima de sus posibilidades.

  No saben gobernar… porque no lo han hecho nunca. Es la enésima mentira de los miserables y corruptos, ahora llamados casta; una palabra que ha calado hondo por la sencilla razón de que encaja perfectamente con los sentimientos de unos gobernados que ya están hasta los huevos. Es la trampa perfecta, la pescadilla que se muerde la cola: no pueden gobernar porque no saben; no saben porque nunca han gobernado. Por tanto, la única solución es el quítate tú pa ponerme yo de la casta, la perpetuación de la incompetencia crónica con la excusa patética del más vale malo conocido.

  Pero la realidad, por supuesto, es otra. La historia de la mal llamada democracia ha demostrado que hay muchos partidos que puede que no sepan gobernar, y dos que claramente no saben. Porque, con los que dicen saber gobernar, este país ha sufrido tres grandes crisis económicas en tres décadas. Con los que dicen saber gobernar, el paro medio ha sido de más del veinte por ciento (para el que ande mal de matemáticas, una de cada cinco personas que quiere trabajar). Con los que dicen saber gobernar, la educación se ha colocado a la cola de Europa, los pacientes se mueren gimoteando en una sala de espera y los medios de comunicación se han convertido en puñeteros panfletos publicitarios subvencionados con tus impuestos. O peor, con los míos. Esto es lo que han hecho los que dicen que saben. Que son los mismos que ahora dicen que los otros no saben.

  ¡Pero oye! A lo mejor no se refieren a las grandes ideas de gobierno, a esas cosas de las que se ocupan los gobernantes competentes de los países serios. A lo mejor se refieren a la organización de un país, al día a día. A lo mejor quieren darnos a entender que si se cuela un extraño en su merienda de negros los ancianos no cobraran sus pensiones, los escolares no darán sus clases de religión y los de tráfico no velaran por nuestra seguridad escondidos entre los arbustos con el radar en la mano.

  Yo creo que se refieren a eso. Creo que quieren hacernos creer que sin el ministro de turno elegido a dedo todo el castillo de naipes se desmoronaría. Pero mira por donde, yo mismo he hecho muchos castillos de naipes y precisamente la carta que menos daño hace al caer es la de la punta. Por mucho que se empeñen, nunca lograran convencerme de que si los hospitales han funcionado, mal que bien, ha sido gracias a Ana Mato. No dudo que la muchacha tenga sus talentos: puede que sea buena cocinera, quizá juegue bien al squack, y seguro que entiende de coches. Pero como ministra ha sido una auténtica mierda. Al igual que la inmensa mayoría de los otros ministros, secretarios, consejeros, delegados, consejeros-delegados, asesores y demás fanfarria de inútiles puesto a dedo por el único motivo de ser amigos, parientes o ambas cosas a la vez.

  Puede que me equivoque, por supuesto. Puede que el excelentísimo señor presidente actuara pensando únicamente en el bien de España y los españoles cuando su dedo infalible señaló a la señora ministra. Y puede que cuando la excelentísima señora ministra buscase entre los cuarenta y cinco millones de españoles a alguien que ocupase la secretaría de estado, descubriese por casualidad que la persona más capacitada era su amiga de infancia. Puede ser que esta gente sea la única que sepa gobernar, pero no.

  Y lo cierto es que tampoco importa. En el mundo real, por debajo del presidente, del ministro, del secretario de Estado, del consejero, del delegado, del consejero-delegado y del asesor, por debajo de todos ellos, hay un gerente o un director general o como quieras llamarlo, un currito funcionario de carrera que veinte años antes aprobó unas oposiciones y ha ido ascendiendo desde entonces, desde abajo, escalón a escalón, llegando a dirigir el organismo público de turno a base de conocer todos los niveles inferiores.

  Es este funcionario el que ve pasar un gobierno tras otro. Cuando cambia el gobierno, o cuando un nuevo ministro tiene que buscar acomodo a su cohorte de amigos, todos los que están por encima caen, pero el currito sigue en su despacho. Porque no lo pueden quitar. Porque es el que sabe como se hace el trabajo. Porque entre tanto pelota inútil hace falta alguien que, mal que bien, haga algo productivo. Porque esos curritos, los técnicos de carrera de los mal llamados organismos públicos, son los que en realidad gobiernan.

  Hace unos seis años hubo en Bélgica una crisis de gobierno. Sucesivas elecciones en pocos meses en las que ningún partido alcanzaba votos suficientes para gobernar y las posturas enfrentadas hacían imposible el acuerdo. Bélgica se quedó sin presidente, sin ministros, sin secretarios de estado, sin consejeros, delegados ni consejeros-delegados. Los técnicos de carrera que dirigían los ministerios llegaron un día a la oficina y se vieron sin nadie por encima. De pronto, no tenían a ningún secretario de estado proponiendo cosas absurdas para aparentar. De pronto, no había ministros con planes locos sugeridos por los directivos de la empresa en la que habían colocado a sus hijos. Un día, en Bélgica, los expertos pudieron hacer lo que les parecía más oportuno.

  Esa es la cuestión. Durante un par de años, al comienzo de la crisis económica mundial, los políticos profesionales dejaron de gobernar en Bélgica. ¿Qué fue del país sin los que “sabían gobernar”? ¿Se hundió en la más absoluta de las miserias? ¿Surgió el caos y la desesperación? ¿Los ciudadanos empezaron a correr enloquecidos por la calle arrancándose los ojos de las cuencas para no ver el final inevitable?

  Pues no. En realidad, sin gobierno, Bélgica fue el país europeo que mejor y más rápido superó la crisis. En cuanto desaparecieron los políticos, la recuperación pegó un brinco.

  En la podrida política tradicional, irónicamente, hay que rebajarse para llegar alto. Por eso, la inmensa mayoría de los políticos que gobiernan no saben gobernar. Muchos son inútiles que han ascendido en el escalafón de su partido lamiendo los culos necesarios. La gente útil y decente, la gente que en realidad vale, no suele rebajarse tanto y rara vez llega a puestos de importancia en los partidos tradicionales.

  Planteo una sencilla pregunta, un supuesto: ¿qué habría pasado de no haber tenido una ministra de sanidad servil con la Iglesia y deseosa de presumir de una eficiencia sanitaria que en realidad no tenemos en España? ¿Qué habría pasado de no existir el consejero de sanidad? ¿Qué habría ocurrido con la crisis del ébola si la decisión hubiera estado en manos de alguien que de verdad supiera lo que estaba haciendo? En mi opinión, nos habríamos ahorrado diez millones. Y no habría muerto el perro.

No hay comentarios :

Publicar un comentario