Un hombre perseguido


Está ahí, fuera, en la oscuridad. Se oculta en los rincones en sombra que deja el alumbrado público mientras vigila mi casa. A veces alcanzo a ver el puntito anaranjado y brillante del destello de un cigarrillo bailando sobre el fondo negro. Un pequeño fallo quizás, o tal vez le da igual que le descubra: pase lo que pase conmigo el seguirá cobrando, así que el sigilo es una molestia innecesaria.

  No está solo.

  Hace días que empecé a notar ese picor en la nuca que todos sentimos cuando no sabemos que nos están mirando. Cuando me volvía no había nada, claro. La gente paseaba por la calle con normalidad; tranquilos los que lo hacían por placer, con prisas los que iban al trabajo. A la tercera o cuarta vez que me volví empecé a darme cuenta de que siempre había, entre el gentío, algún hombre de edad indeterminada que deambulaba con indiferencia, sin acercarse ni alejarse. Ellos cambiaban, pero el patrón era el mismo.

  El teléfono seguía sonando. Las llamadas habituales: el trabajo, Inma, mamá preguntándome si iba a ir al pueblo este fin de semana. Pero ahora, al colgar, el fin de llamada tenía un eco extraño, como dos conexiones que se cortan a la vez sin estar del todo sincronizada. ¿Siempre había sonado así? No sé… quizá me estaba volviendo paranoico.

  El ADSL iba más lento. Eso estaba claro. El streaming se cortaba en cada vídeo y en mis páginas habituales llegué a descubrir animaciones de espera que no sabía que existían. Mi número de seguidores en twitter había aumentado por primera vez en dos años. Ahora eran cuatro.

  Ahí estaba la clave. En la pantalla. En la ventana al mundo digital. Así se escondía la respuesta a la gran pregunta: ¿por qué yo?

  Soy uno de los cuatrocientos malditos. El jefe de mis perseguidores me ha elegido como encarnación del mal. Soy el nuevo diablo de un mundo podrido y electrónico. Y todo porque a Inma se le ocurrió tuitear: "Este finde me voy al puerto". Y yo respondí: "Pues Yo Me Quedo en Madrid, Matando El Rato".